viernes, 27 de marzo de 2015

TRAS LA RUPTURA, LLEGA LA SUBLIMACIÓN

Desde Collateral, la filmografía de Michael Mann ha seguido un proceso de depuración formal, sobre todo en lo que al uso del digital respecta, que ha desembocado en Blackhat. Ante la radicalidad de las propuestas anteriores (especialmente Corrupción en Miami), la nueva película del director destaca por su capacidad integradora de las texturas y formas descubiertas en un certero discurso sobre la cinematografía y la sociedad contemporánea.
Y, sin embargo, ya no podemos hablar en los mismos términos que hablábamos de Collateral y Corrupción en Miami, todo ha cambiado, ya no se trata de filmar el mundo por primera vez, sino de filmar sus fantasmas y los que habitan en la imagen (líquida): caduca, efímera, frágil, mutante, desarraigada... que se identifica con el mundo que le toca vivir, arrasado y en constante cambio, inabarcable y, en consecuencia, irrepresentable. No es posible la supremacía de un único discurso o historia, y, pese a que estemos ante su obra más encorsetada por la trama criminal, Mann prosigue con su narración disgregada, azarosa y discontinua que ha caracterizado el cine de la posmodernidad.
Tampoco hay un modelo hegemónico en cuanto a la creación cinematográfica se refiere, sino que se ha avanzado hacia lo transnacional y es por ello que resulta más sencillo rastrear similitudes con Blackhat al otro lado del Atlántico o del Pacífico que en su propio país. ¿O, acaso, no se asemejan la obra de Claire Denis a la de Mann? Fijémonos en una de las películas más representativa del s.XXI de la directora francesa, El Intruso. Obviando las diferencias genéricas, el desarrollo narrativo –que disuelve la trama en favor de las escenas de transición o tiempos muertos (con toda la indeterminación que conlleva el término), es decir, el gusto por la filmación de no-lugares así como el regodeo en los no-cuerpos–  es el mismo; al encuentro de un horror bressoniano, Denis, hacia lo espiritual, Mann. En el fondo, se trata de eso, de intentar buscar sentidos a un mundo desintegrado. Y, así, si la primera filma las transiciones sin personajes, hallando una ausencia; el segundo pondrá a sus protagonistas en el centro de la (no)acción, donde se produce una unión mística que llena el vacío existencial y narrativo.
Teniendo en cuenta esto, parece lógico que la película tienda más hacia el cine wuxia que al género de acción institucional hollywoodiense; aunque, por supuesto, los apabullantes tiroteos se pueden adscribir al modelo americano, son, ante todo, producto del autor. Lo que se impone es esa comprensión liberadora de la violencia, tanto material como espiritual, basta con rememorar el clímax final, que convierte la adrenalina en trascendentalismo, la acción en un acto religioso. Es por ello que en el wuxia, los personajes luchan contra algo que se muestra evidentemente injusto y corrupto, un mundo al que no pertenecen pese a habitarlo y que quieren abandonar; igual que Nick (Chris Hemsworth), que durante toda la película reafirma su diferencia con el antagonista desde el ámbito de la moral y con el entramado político desde el cuestionamiento de su ley. De esa manera regresa a la tradición del cine americano que se erige sobre la problemática de una ley moral que choca con el orden establecido. El relato, como narración de plenitud de significado simbólico, ha sido destruido; sin embargo, el héroe prevalece, trágico como el de Ford, apartado de la vida en sociedad y del sueño americano. A Nick no le queda otra que embarcar una huida hacia delante que constate su imposibilidad de reinsertarse en el sistema. Nadie puede reconciliarse con su pasado, ni siquiera John Wayne.
América ha dejado de ser esa tierra mítica sobre la que se construían ilusiones e imaginarios, ahora es un país paranoico y corrosivo que cree tener al enemigo en su interior. Un trauma nacional sobrevuela sus narraciones, ya sea desde la venganza redentora (Tarantino), la deconstrucción del mito (Eastwood), el vacío existencialista (Van Sant) o la crisis identitaria (Gray). En el caso de Blackhat, la referencia es directa y proyectada en un personaje que asume cargar con el dolor y el miedo de una nación, resumido en la pérdida de un familiar, y que, durante una de las escenas decisivas de la película, experimentará una catarsis propia y colectiva a través de una mirada abismal; miles de muertes dialogan entre plano y contraplano, pero sólo se puede entender desde el punto de vista de la salvación, cinematográfica. En esta breve secuencia de imágenes, Mann parece haberse liberado de una cuenta pendiente que le atormentaba a él y a su “generación” (el cine norteamericano post 11-S). Lo que supuso Mayo del 68 para la cultura europea ha supuesto ese Septiembre de 2001 para la americana, tras su destrucción no queda otra que empezar de nuevo (una posmodernidad tardía): el primitivismo (Tarantino), el nuevo mito (Eastwood y Gray), el desnudo formal (Van Sant), por poner algún ejemplo. O enfrentarse al mundo como si fuese la primera vez que se filmara (Mann), encontrando esas imágenes líquidas, ya mencionadas, que le permitan narrar la renacida América y sus fantasmas.

Ya que, si observamos su filmografía, su giro estilístico se produce tras el atentado, pues Alí, pese a estrenarse después, se crea antes. Y el cambio no se limita a una nueva concepción visual –no en ello en sí, al menos–, una deriva narrativa o unos traumas, pues su cine lo que hace es recorrer un camino hacia la abstracción. Se desembaraza de los elementos que puedan contaminar la pureza de sus formas, aunque atado por cuestiones comerciales a tramas más o menos complejas, que diluye hasta que se hace imposible hallar un nexo narrativo entre escenas, donde las secuencias de mayor peso dramático se independizan del todo y se convierten en un espectáculo de luces, sombras, ruido, balas, sangre, colores, etc., reduciendo sus elementos a lo esencial. En Mann, todo funciona como conjunto, pero nada depende de nada; como si de una composición de Kandinsky se tratara. Como si su único guión fuera la respuesta que da Samuel Fuller a la ontológica pregunta de “¿qué es el cine?” en Pierrot le Fou. Es decir, hay amor, acción, odio, violencia y muerte, por separado, unido en una sola cosa: emociones. Acercándole, de tal manera, al expresionismo abstracto, donde el color posee tanta importancia como en sus obras, el más expresivo de sus elementos.
A su vez, sus obras dan testimonio de un tiempo y un espacio. Y no se trata de una coincidencia como la correspondencia con los hackeos a Sony o que trace un mapa geopolítico, sino que sus personajes surgen del marco socio-cultural que les es contemporáneo. No son anacrónicos o ideales, pues comparten los defectos, virtudes, inquietudes, anhelos, frustraciones, etc. de la sociedad posmoderna. Las historias de amor sublimadas, espontáneas y pulsionales, que se dejan llevar por el azar; frágiles, pues se erigen sobre terrenos inestables. Donde el personaje femenino no es un trofeo, al contrario, es quien completa la figura en crisis del héroe. Así Chen (Tang Wei) resitúa a Nick en la realidad (alienado por su larga estancia en prisión) en la escena que comparten en el restaurante coreano, donde plano a plano se van convirtiendo en uno, donde el rojo que inunda la imagen se transmuta en pasión o viceversa.
Para acabar hallando su verdad en unas sinapsis informáticas, un avión volando al amanecer, una imagen en una pantalla de ordenador, una masa desenfocada, unas figuras desapareciendo…

Tras la ruptura (apasionante) llega la sublimación. 

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