Desde Collateral,
la filmografía de Michael Mann ha seguido un proceso de depuración formal,
sobre todo en lo que al uso del digital respecta, que ha desembocado en Blackhat. Ante la radicalidad de las
propuestas anteriores (especialmente Corrupción
en Miami), la nueva película del director destaca por su capacidad
integradora de las texturas y formas descubiertas en un certero discurso sobre
la cinematografía y la sociedad contemporánea.
Y, sin embargo, ya no podemos hablar en los mismos términos
que hablábamos de Collateral y Corrupción en Miami, todo ha cambiado,
ya no se trata de filmar el mundo por primera vez, sino de filmar sus fantasmas
y los que habitan en la imagen (líquida): caduca, efímera, frágil, mutante,
desarraigada... que se identifica con el mundo que le toca vivir, arrasado y en
constante cambio, inabarcable y, en consecuencia, irrepresentable. No es
posible la supremacía de un único discurso o historia, y, pese a que estemos
ante su obra más encorsetada por la trama criminal, Mann prosigue con su
narración disgregada, azarosa y discontinua que ha caracterizado el cine de la
posmodernidad.
Tampoco hay un modelo hegemónico en cuanto a la creación
cinematográfica se refiere, sino que se ha avanzado hacia lo transnacional y es
por ello que resulta más sencillo rastrear similitudes con Blackhat al otro lado del Atlántico o del Pacífico que en su propio
país. ¿O, acaso, no se asemejan la obra de Claire Denis a la de Mann? Fijémonos
en una de las películas más representativa del s.XXI de la directora francesa, El Intruso. Obviando las diferencias
genéricas, el desarrollo narrativo –que disuelve la trama en favor de las
escenas de transición o tiempos muertos (con toda la indeterminación que
conlleva el término), es decir, el gusto por la filmación de no-lugares así
como el regodeo en los no-cuerpos– es el
mismo; al encuentro de un horror bressoniano, Denis, hacia lo espiritual, Mann.
En el fondo, se trata de eso, de intentar buscar sentidos a un mundo desintegrado.
Y, así, si la primera filma las transiciones sin personajes, hallando una
ausencia; el segundo pondrá a sus protagonistas en el centro de la (no)acción,
donde se produce una unión mística que llena el vacío existencial y narrativo.
Teniendo en cuenta esto, parece lógico que la película
tienda más hacia el cine wuxia que al
género de acción institucional hollywoodiense; aunque, por supuesto, los
apabullantes tiroteos se pueden adscribir al modelo americano, son, ante todo,
producto del autor. Lo que se impone es esa comprensión liberadora de la
violencia, tanto material como espiritual, basta con rememorar el clímax final,
que convierte la adrenalina en trascendentalismo, la acción en un acto religioso.
Es por ello que en el wuxia, los
personajes luchan contra algo que se muestra evidentemente injusto y corrupto,
un mundo al que no pertenecen pese a habitarlo y que quieren abandonar; igual
que Nick (Chris Hemsworth), que durante toda la película reafirma su diferencia
con el antagonista desde el ámbito de la moral y con el entramado político
desde el cuestionamiento de su ley. De esa manera regresa a la tradición del
cine americano que se erige sobre la problemática de una ley moral que choca
con el orden establecido. El relato, como narración de plenitud de significado
simbólico, ha sido destruido; sin embargo, el héroe prevalece, trágico como el
de Ford, apartado de la vida en sociedad y del sueño americano. A Nick no le
queda otra que embarcar una huida hacia delante que constate su imposibilidad
de reinsertarse en el sistema. Nadie puede reconciliarse con su pasado, ni
siquiera John Wayne.
América ha dejado de ser esa tierra mítica sobre la que se
construían ilusiones e imaginarios, ahora es un país paranoico y corrosivo que
cree tener al enemigo en su interior. Un trauma nacional sobrevuela sus
narraciones, ya sea desde la venganza redentora (Tarantino), la deconstrucción
del mito (Eastwood), el vacío existencialista (Van Sant) o la crisis
identitaria (Gray). En el caso de Blackhat,
la referencia es directa y proyectada en un personaje que asume cargar con el
dolor y el miedo de una nación, resumido en la pérdida de un familiar, y que,
durante una de las escenas decisivas de la película, experimentará una catarsis
propia y colectiva a través de una mirada abismal; miles de muertes dialogan
entre plano y contraplano, pero sólo se puede entender desde el punto de vista
de la salvación, cinematográfica. En esta breve secuencia de imágenes, Mann
parece haberse liberado de una cuenta pendiente que le atormentaba a él y a su
“generación” (el cine norteamericano post 11-S). Lo que supuso Mayo del 68 para
la cultura europea ha supuesto ese Septiembre de 2001 para la americana, tras
su destrucción no queda otra que empezar de nuevo (una posmodernidad tardía):
el primitivismo (Tarantino), el nuevo mito (Eastwood y Gray), el desnudo formal
(Van Sant), por poner algún ejemplo. O enfrentarse al mundo como si fuese la
primera vez que se filmara (Mann), encontrando esas imágenes líquidas, ya
mencionadas, que le permitan narrar la renacida América y sus fantasmas.
Ya que, si observamos su filmografía, su giro estilístico se
produce tras el atentado, pues Alí,
pese a estrenarse después, se crea antes. Y el cambio no se limita a una nueva
concepción visual –no en ello en sí, al menos–, una deriva narrativa o unos
traumas, pues su cine lo que hace es recorrer un camino hacia la abstracción. Se
desembaraza de los elementos que puedan contaminar la pureza de sus formas,
aunque atado por cuestiones comerciales a tramas más o menos complejas, que
diluye hasta que se hace imposible hallar un nexo narrativo entre escenas,
donde las secuencias de mayor peso dramático se independizan del todo y se
convierten en un espectáculo de luces, sombras, ruido, balas, sangre, colores,
etc., reduciendo sus elementos a lo esencial. En Mann, todo funciona como
conjunto, pero nada depende de nada; como si de una composición de Kandinsky se
tratara. Como si su único guión fuera la respuesta que da Samuel Fuller a la
ontológica pregunta de “¿qué es el cine?” en Pierrot le Fou. Es decir, hay amor, acción, odio, violencia y
muerte, por separado, unido en una sola cosa: emociones. Acercándole, de tal
manera, al expresionismo abstracto, donde el color posee tanta importancia como
en sus obras, el más expresivo de sus elementos.
A su vez, sus obras dan testimonio de un tiempo y un
espacio. Y no se trata de una coincidencia como la correspondencia con los
hackeos a Sony o que trace un mapa geopolítico, sino que sus personajes surgen
del marco socio-cultural que les es contemporáneo. No son anacrónicos o
ideales, pues comparten los defectos, virtudes, inquietudes, anhelos,
frustraciones, etc. de la sociedad posmoderna. Las historias de amor sublimadas,
espontáneas y pulsionales, que se dejan llevar por el azar; frágiles, pues se
erigen sobre terrenos inestables. Donde el personaje femenino no es un trofeo,
al contrario, es quien completa la figura en crisis del héroe. Así Chen (Tang
Wei) resitúa a Nick en la realidad (alienado por su larga estancia en prisión)
en la escena que comparten en el restaurante coreano, donde plano a plano se
van convirtiendo en uno, donde el rojo que inunda la imagen se transmuta en
pasión o viceversa.
Para acabar hallando su verdad en unas sinapsis
informáticas, un avión volando al amanecer, una imagen en una pantalla de
ordenador, una masa desenfocada, unas figuras desapareciendo…
Tras la ruptura (apasionante) llega la sublimación.